Comentario
El nuevo Papa tomó el nombre de Gregorio VII. Pocos personajes han sido tan controvertidos en la historia de la Iglesia. Sus partidarios (acérrimos) y sus rivales (acérrimos también), sólo paracen estar de acuerdo en su escasa prestancia física (bajo, ventrudo y cuellicorto, según testimonio de un contemporáneo)... Demasiado trivial coincidencia para formarse un juicio objetivo del personaje.
Los autores más simpatizantes con los proyectos gregorianos han insistido en la justicia y la paz como ideas clave en todas las declaraciones del pontífice. Han hablado, incluso, de unas posiciones moderadas en los comienzos de su reinado que pronto quedaron desbordadas por actitudes rígidamente teocráticas. En sus dos cartas a Herman de Metz, Hildebrando hablaba de la unidad de los actos humanos, tanto espirituales como temporales y la convicción de que era responsabilidad universal del Papado la salvación del genero humano. Para ello se hacia necesaria una jurisdicción tanto sobre laicos como sobre clérigos proveniente del titular de la sede romana y en virtud del Primado de Pedro. Para ello contó con un ejercito de legados que actuaron en los distintos reinos acelerando el proceso de centralización eclesiástica romanista. Algunos, como el francés Hugo de Die, más duros aún que el propio Pontífice. Las actuaciones papales ante monarcas como Felipe I de Francia (conocido simoníaco), Guillermo de Inglaterra o Alfonso VI de Castilla y León, palidecen ante el duro enfrentamiento sostenido contra el monarca alemán Enrique IV.
En los primeros momentos, el propósito papal era el de mantener buenas relaciones con el soberano. Fueron posibles ya que éste, en los albores de su mayoría de edad, se vio comprometido en la represión de un vasto movimiento de rebelión en Sajonia. A partir de 1074 la situación cambió con motivo del sínodo cuaresmal en que el Papa reiteró las viejas condenas contra la simonía y dio una nueva interpretación a las prerrogativas pontificias: las elecciones canónicas no serian en el futuro ratificadas por la aprobación de los príncipes. Unos meses mas tarde, Gregorio VII elaboraba los famosos "Dictatus Papae".
Las 27 breves disposiciones recogidas en este texto constituían, posiblemente, un índice de materias a desarrollar o bien un simple resumen de tesis ya conocidas. Fue tal vez la inoportunidad de su elaboración lo que le cargó de polémica. Roma, por si sola (y, consiguientemente, los titulares de su sede) representaba la sede universalidad de la Iglesia. La comunión con Roma, tanto por parte de clérigos como de laicos, constituía la condición sine qua non para la pertenencia a la Iglesia. Su infalibilidad era, ante todo, la infalibilidad de los Papas dotados de plenos poderes. Ninguna jurisdicción eclesiástica podría interponerse ante el poder pontificio que gozaba de autoridad para sustituir obispos, dividir diócesis o crear otras nuevas y enviar legados cuya autoridad sería superior a la de cualquier obispo o metropolitano. Cara a los poderes laicos, los "Dictatus Papae" reconocían a los Pontífices poder de destronamiento contra los príncipes injustos, emperadores incluidos.
Jamás se había compendiado de forma tan concisa y tajante el principio de autoridad romana. A partir de ahora, las diferencias entre Papa y emperador se iban a hacer insalvables. Reformadores y antirreformadores unirían a sus depurados argumentos canónicos el fuego de la polémica y el panfleto. El detonante para el desencadenamiento de las hostilidades se produjo con motivo de la disputa para cubrir en 1075 el obispado de Milán. Frente al candidato romano Atón, el monarca alemán elevó el subdiácono Teobaldo. Las protestas papales sirvieron de poco: un sínodo de obispos simoniacos reunido por Enrique IV en Worms repudió la actuación de Gregorio VII. El monarca alemán envió una insultante carta al "falso monje" Hildebrando exhortándole en su final (desciende, maldito por todos los siglos) a abdicar. La replica pontificia fue fulminante e inédita en la historia de la Iglesia: la excomunión de Enrique IV y el consiguiente levantamiento del juramento de fidelidad a sus súbditos.
Los príncipes alemanes vieron en ello una magnifica oportunidad para debilitar a su soberano que, acosado, optó por acudir al Papa en busca de perdón. En el castillo de Canossa, una imponente fortaleza de los Apeninos, tuvo lugar la reconciliación. El abad Hugo de Cluny y la condesa Matilde de Toscana, ferviente aliada del Papa, actuaron como mediadores. Gregorio VII levantó la excomunión al monarca alemán pero de inmediato surgió el equivoco: ¿se le perdonaba como cristiano solamente o también como rey? Los grandes feudatarios alemanes se pensaron aún desligados del juramento de fidelidad y eligieron un nuevo rey en la figura de Rodolfo de Suabia. Enrique, sin embargo, contaba aún con partidarios dentro del Imperio y la guerra civil se hizo inevitable. Gregorio VII perdió sodas las bazas políticas ganadas en los meses anteriores al mantener una postura dubitativa entre los dos contendientes.
Desde 1080 los acontecimientos se fueron cargando, si cabe, de mayor dramatismo. Gregorio VII procedió (sínodo cuaresmal de marzo) a una nueva excomunión contra Enrique a la que éste respondió con un concilio de obispos antigregorianos de Alemania y Lombardía en Brixen. El arzobispo Guiberto de Ravena fue elegido con el nombre de Clemente III. Rodolfo de Suabia era derrotado y muerto en el Elster y Enrique, sintiéndose fuerte, cayó sobre Italia acompañado de su antipapa que le coronó como emperador en las afueras de Roma. Un gesto de escaso valor ya que pronto hubo de retornar a Alemania a enfrentarse con otro rival -Hermann de Luxemburgo- elevado al poder por la facción política antienriquista.
La guerra de panfletos cobró a partir de entonces una extraordinaria virulencia. Los partidarios del monarca alemán acusaron a Gregorio de los peores crímenes (Guido de Ferrara lo tacha de cismático) a la par que ensalzaban los derechos del soberano a quien consideraban (Petrus Crasus y Benzo de Alba) Vicario de Cristo y provisto de todos los derechos para mediatizar la elección de Papa.
De la otra parte, gregorianos furibundos como Bonizon de Sutri, Anselmo de Lucca o el cardenal Deusdedit se revolvieron contra las pretensiones imperiales invocando ásperamente la legislación publicada por los Pontífices en los últimos años.
El postrer choque entre Enrique IV y Gregorio VII se inició en 1084. Apoyado en un gran ejercito el monarca consiguió entrar esta vez en Roma acompañado de nuevo por el antipapa Clemente III. Gregorio VII refugiado en el castillo de Santangelo recibió el socorro de los normandos del sur de Italia. Roberto Guiscardo logró expulsar a los alemanes de la ciudad... pero se cobró el favor sometiendo a la urbe a un espantoso saqueo. La popularidad del Pontífice entre sus conciudadanos se hundió estrepitosamente por lo que consideró oportuno retirarse a Montecasino y de allí a Salerno desde donde, de manera pertinaz, siguió su particular lucha contra el emperador y su antipapa. El 25 de mayo de 1085 moría Gregorio VII, según la tradición pronunciando una frase inspirada en el Salmo 44,8: "Delexi iustitiam et odivi iniquitatem, propterea morior in exilio".
Los últimos tiempos del pontificado de Hildebrando pudieron paracer perniciosos para la causa de la reforma. El triunfador, en apariencia, era su rival el emperador germánico. De hecho la confusión reinó en los meses inmediatos a la muerte de Gregorio VII entre sus partidarios. Su sucesor, Víctor III gobernó sólo seis meses. A su desaparición los cardenales optaron por Eudes de Chatillon, obispo de Ostia que tomó el nombre de Urbano II. En sus manos se garantizó la continuidad de una reforma que, pese a todas las vicisitudes, no estaba ni mucho menos perdida.